Si Giuseppe Tartini no parece que pueda rivalizar con Vivaldi en el plano de la invención formal, se le deben algunas técnicas adquiridas que se encuentran en la base del violín. Además de las obras teóricas (Trattato di música, 1754; Principi dell’ armonía, 1767; Traité des agréments de la musique, 1728), se le deben casi ciento cuarenta conciertos y un centenar de sonatas. Estas obras distan mucho de revolucionar los géneros a los cuales pertenecen, pero atestiguan una gran atención al color, a la plasticidad de lo musical. De Corelli retiene el sentido de la forma, que, sin embargo, adapta con más humanidad. De Vivaldi conserva aquel gusto particular del virtuosismo al servicio de una emoción, virtuosismo «bien atemperado», no obstante, ya que para este hombre que ha quedado en la historia gracias al Trino del Diablo, la acrobacia digital no es sino una anécdota frente a las múltiples posibilidades del violín.
Además estará en el
origen de la evolución del arco: convexo al principio, se volverá plano y después
curvo en el otro sentido, cóncavo y más largo. Esta evolución permitirá un
ataque más franco de los sonidos, por un hundimiento mucho mayor (una especie
de «traje de viaje» del arco) y también un enchapado de los sonidos múltiples
(acordes de tres sonidos)
A esta lista
forzosamente incompleta, habría que añadir los nombres de Pietro Nardini y de Gaetano
Pugnani que, cada uno a su modo, anuncian la escuela italiana del siglo XIX. El
primero, saludado en su tiempo por Leopold Mozart, se hizo célebre por sus
dotes de intérprete y su pureza de sonido que florecieron maravillosamente en
los movimientos lentos de las sonatas y conciertos que escribió. El segundo,
que dio muestras de una verdadera inteligencia musical, ofrece el ejemplo del
compositor-interprete-pedagogo cuya tradición se perpetuará en el siglo
siguiente. Como su maestro Somis y como su discípulo Viotti, él deja el «bello
violín» en beneficio de una expresividad tensa, lírica, que había de influir
duraderamente en el modelo clásico.
La posteridad de la
escuela italiana es deudora sobre todo del cosmopolitismo de sus principales
artesanos. Si músicos como Giardini, Baglioni, Borghi, Ferrari, Lolli y tantos
otros no han dejado más que una huella modesta en la historia de la música,
fueron, por sus incesantes viajes a través de Europa, los mensajeros de una
técnica y de una estética que dominarían por un tiempo aún el mundo musical
hasta Paganini.