La Biografía de Mozart
miércoles, 13 de mayo de 2020
viernes, 31 de marzo de 2017
Biografias: Joseph Haydn
Otro de los grandes
músicos que prepararon el camino a Mozart y Beethoven, representantes máximos
del periodo Clásico, fue Joseph Haydn.
Joseph Haydn (1732-1809).
El nombre de Haydn trae
desde luego a la mente el del padre de la música moderna y creador de la
sinfonía. Todo lo reúne el viejo maestro: maravillosa fecundidad de ritmos,
armonías de desesperadora perfección, conceptos las más veces encantadores,
deliciosos. Nadie ha manejado con mayor libertad los recursos del arte.
Expresaba lo que quería; no hubo asunto, por rebelde que fuera en apariencia a
la dicción musical, que no tradujese él en su divino idioma: término del arte,
al cual no se llega seguramente con sólo
el genio, más que sea poderoso, sino acude en su auxilio incesante
laboriosidad.
Cuando joven, Haydn
dedicaba al estudio diez y seis y diez y ocho horas diarias, y aunque las
redujo más tarde a cinco, conviene notar que cinco horas por día dan en treinta
años un total de cincuenta y cuatro mil horas, bastantes para dejar compuesto
cuanto dejó Haydn hasta su salida para Inglaterra. Y sin embargo, un hombre tan
felizmente dotado como él no tenía necesidad de arrancar penosamente de su
cerebro lo que sus facultades producían sin esfuerzo alguno; cabalmente
importunaba al maestro, más que nada, la abundancia de ideas. Pero su severo
gusto no se contentaba con la primera forma que se le ofrecía, de modo que
sobre un mismo tema componía a veces muchos fragmentos para llegar con
repetidos ensayos y tanteos a la definitiva y perfecta expresión. Esta es la
razón de su inmensa labor, de su aplicación constante e infatigable que a
primera vista sorprende, dado que parece propia condición de las inteligencias
estériles, siendo así que, por el contrario, solo los grandes hombres pueden
corregirse a sí mismos y constituirse en críticos de sus propias inspiraciones.
Sólo con el genio se alía la conciencia artística en tal grado, porque está en
razón directa de la concepción de un alto ideal.
«Ego, nec studium sine
divite vena nec rude quid possit video ingenium.» (No he estudiado lo
suficiente para ver una rica veta de talento y tener una vida plena)
Francisco José Haydn
nació el 31 de marzo de 1732, en Rohrau, villorrio situado a quince leguas de
Viena en la frontera de Austria y Hungría. Su padre era carretero y al propio
tiempo sacristán de su parroquia; tenía una magnífica voz de tenor, y había aprendido
el arpa en Francfort, en uno de aquellos viajes que hacían entonces con mucha
frecuencia los obreros alemanes. Su madre Ana María, que había sido cocinera
del conde de Harrach, señor de Rohrau, cantaba también medianamente, con lo que
los domingos y días de fiesta ambos esposos se divertían de sus faenas con la
música. Matías Haydn acompañaba al arpa las canciones de su mujer. Un día,
cuando apenas tenía cinco años el muchachito, quiso también entrometerse en
aquel pequeño concierto, de un modo bastante original, y fue, tomando un pedazo
de madera y una varilla a guisa de violín y su arco correspondiente. Ni el
mismo Paganini hubiera arrancado al raro instrumento el menor sonido; pero el
niño José salió del apuro marcando el compás con el movimiento del arco, con
tal exactitud y precisión, que hubo de sorprender a un pariente de sus padres,
llamado Franck, de visita en la casa. Franck que era maestro de escuela en
Haimburgo y buen músico, se ofreció a educar al niño, y como los padres
consintieron en ello muy gozosos, se lo llevó consigo y le enseño en breve los
elementos de la música y todo el latín necesario para entender los textos
sagrados. En la acentuación de las misas y motetes de Haydn, en la exacta
expresión de sus composiciones religiosas, se percibe realmente el resultado de
estas enseñanzas, como ocurre también en la música de capilla de Mozart y,
fuerza es decirlo, en la mayoría de compositores del siglo XVIII. Naturalmente,
la influencia eclesiástica en la educación favorecía el cultivo de la música
sagrada. Solo medio siglo después, y con la secularización casi general de la
enseñanza pública, se corrompió este género y así hemos oído cantar luego en
las iglesias composiciones ramplonas que ofenden a la vez el gusto artístico,
el sentido común y la gramática.
Desde entonces la
aplicación de Haydn fue extraordinaria, e incontestable su vocación musical. En
casa de Franck encontró un día un tímpano especie de tambor; con tan grosero
instrumento llegó a ejecutar un motivo, a pesar de que solo tenía dos
tonos. Por su parte, el maestro cultivaba con ahínco tan felices disposiciones,
bien que su celo fuera algo brutal y se mostrara más pródigo de pescozones que
de enseñanzas, como decía luego el mismo Haydn; pero, aunque el buen maestro de
Haimburgo se le iba la mano, fuerza es reconocer que su severidad fue gran
parte a activar los progresos de su discípulo.
Tres años hacía que se
hallaba Haydn en casa de su primo, cuando la casualidad condujo a ésta al
maestro de capilla Reuter de la catedral de Viena, quien daba una vuelta por
los pueblos reclutando niños de coro, y como el maestro le había hablado con
viva admiración del joven pariente, el artista vienés quiso oírle. Airoso salió
de este examen el hijo del carretero y Reuter se limitó a observar que no sabía
hacer un trino. –«Pero ¿cómo queréis que lo sepa–contestó el travieso muchacho,
–si ni el primo lo sabe?» –«Ven–dijo el maestro...–Voy a enseñártelo.» Y
cogiéndole entre las rodillas, le mostró cómo se hace para emitir rápidamente
dos sonidos, retener el aliento y mover la epiglotis. Apenas lo oyó, el
muchacho se puso a trinar como si en su vida hubiese hecho otra cosa, con lo
cual Reuter encantado del éxito, vació en los bolsillos del escolar una fuente
de magnificas cerezas que habían sacado hace poco, y se llevó consigo a Viena,
como ya se comprende, a quien debía ser el mayor ornamento de aquella catedral.
Aunque los niños de
coro no tenían más que dos horas de trabajo obligatorio, Haydn, con el vivo
deseo de aumentar sus conocimientos, aprovechaba todas las ocasiones para oír
cantar ó tocar algún instrumento y hasta ejercitaba en componer, tanto que a
los trece años osó escribir una misa. La vio Reuter y se burló de él; poco
debía valer en efecto esa obrilla de un niño sin la menor noción del
contrapunto, aunque este niño estuviese tan ricamente dotado como Haydn. El
precoz compositor comprendió la justicia del juicio del maestro, pero ¿cómo
hacerlo para merecer sus elogios? Su pobreza era obstáculo a que tomase un
profesor, por lo que resolvió suplir sus lecciones con la lectura de obras de
teoría. So pretexto de comprarse alguna ropa nueva pidió dinero a su padre y
con los seis florines que obtuvo compró el Gradus ad Parnassum de Fux y El
Perfecto Maestro de capilla de Matthenson. Grande aplicación y sagacidad
poco común se necesitaban para sacar algún fruto de aquellos oscuros y verbosos
tratados, puesto que la educación musical es casi imposible sin las lecciones
de viva voz. Pero el genio sabe prescindir del auxilio necesario al vulgo, y tal
vez a esta ausencia de una enseñanza regular y detenida, a la necesidad de
buscar y hallar por sí lo que a los otros se enseña, a estas aparentes trabas,
en fin, debió Haydn la verdadera ciencia fruto de la propia observación, la
libertad de inspiración y la originalidad que brillaron más tarde en sus obras.
El joven artista estaba
empleado en la escuela de niños de coro de San Esteban, cuando un día le
expulsaron por una travesura propia de su carácter alegre y jovial, que fue
cortarle la sonata a un camarada. No merecía ciertamente más que una
reprimenda, pero como el hecho coincidió con la época de variación de la voz y
el adolescente no podía cantar de soprano, no era ya necesario, ni había de
guardar consideraciones con un muchacho tan endiablado que se permitía tan
irrespetuosas chanzas; fuera de que Reuter, al decir de algunos biógrafos,
alimentaba secreta envidia contra él, pues iba con el tiempo a eclipsar su
gloria; así aprovecho la primera ocasión para plantarle en la calle, y hétenos
á nuestro músico errando por Viena sin dinero y tan mal vestido que no podía
presentarse en parte alguna. Felizmente en Austria las clases populares son muy
aficionadas a la música. Haydn halló asilo en casa de un pobre peluquero,
llamado Séller, quien, habiendo admirado su voz en las solemnidades religiosas
de la catedral, ofreció hospedaje al futuro compositor, y éste volvió a
entregarse entonces con ardor al estudio, libre de cuidados materiales. Un
clave carcomido y los tratados de Matthenson y Fux constituían todo el ajuar de
la bohardilla que ocupaba Haydn. Pero a éste, poco le importaba la miseria y la
privación con que pudiera saborear el vivo placer de la música, a la cual se
dedicaba allí por entero y libremente. Con las sonatas de Bach, tocadas en
aquel mal clave, la bohardilla se convertía en un palacio. No tardo en hallar
además ocupaciones que le facilitaron recompensar al honrado peluquero. Poco a
poco mejoró su suerte gracias a algunas lecciones de piano y de canto. Tocaba,
también, el violín en la iglesia de los Padres de la
Misericordia, y el órgano los domingos y días de fiesta en la capilla del conde
de Hangwitz.
En esta misma casa,
donde vivía el pobre Haydn en un zaquizamí (1) bajo tejado, alquilaba
una habitación Metastasio³ conforme a su cargo de poeta cesáreo en
la corte de Viena. A despacho de su diversa suerte, entablaron bien pronto
relaciones el ilustre poeta y el oscuro artista, y encantado con el talento que
éste mostraba en su conversación, Metastasio se hizo su amigo, le enseñó la
lengua italiana y lo recomendó como profesor a la señorita Martínez, hija de su
huésped, una de las primeras discípulas de Haydn. No paró aquí la cariñosa
oficiosidad del poeta; más tarde le presento en el salón a la bella
Guillermina, amiga del embajador veneciano Cornaro. Esta mujer, aficionadísima
a la música, hospedaba en su casa al viejo Nicola Pórpora (4). Poco le costó á
Haydn hacerse bienquisto (2) del noble veneciano; pero lo que más
deseaba era obtener la amistad del compositor, cuyos consejos podían serle muy
útiles. En un viaje que hizo Cornaro con todos los suyos a los baños de
Manensdforf, el
muchacho, que iba también con Pórpora, nada descuido para atraerse el cariño
del anciano; le servia de criado, le acepillaba la ropa, le peinaba la peluca,
le limpiaba el calzado. El buen maestro se amansó al fin; el mal genio y
taciturnidad de Pórpora cedió con tales cuidados, y asombrado de las raras
disposiciones de su voluntario servidor, dejo que se aprovechara de los tesoros
de su experiencia y saber. Así fué como el hijo del carretero de Rohrau
aprendió los principios del arte italiano. Cornaro, que se interesaba por su
porvenir, le concedió a su vuelta a Viena, una pensión mensual de seis zequíes
(como unos 72 francos) y le arranco por fin de la miseria. Por los mismos días,
algunas sonatas al clave que había escrito para sus discípulos y de las cuales
no sacaba producto alguno, porque, en esta época, los editores de música tenían
por costumbre publicar sin pagarlas las obras de los principiantes, empezaron a
ser conocidas y llamaron la atención de los inteligentes. Casualmente oyó una
de ellas la condesa de Thun, quien quiso conocer al compositor, y como Haydn le
fue presentado se sorprendió de tal modo de su miserable porte, que le costó
persuadirse de que fuera aquel hombre su autor admirado. Entonces el joven
artista le declaró su situación, no obstante mejorada todavía con la
generosidad de Cornaro, y la condesa, después de prodigarle mil frases
lisonjeras, le regaló veinticinco ducados.
El primer cuarteto de violín y los seis primeros tríos para
dos violines y contrabajo que compuso el maestro, lo fueron por encargo del
barón de Furnberg, que daba conciertos en su castillo a algunas leguas de
Viena. También escribió entonces, por gusto, una serenata para tres
instrumentos que, con otros dos amigos, tocaba a veces a la luz de la luna en
algunos sitios de la ciudad. Un día, mejor dicho, una noche fue a tocarlo bajo
las ventanas del arlequín Bernadone Curtz, director del teatro de la puerta de
Carintia. Sorprendido por la originalidad de aquella música, el empresario
salió a la calle buscando al autor. –«Soy yo–dijo Haydn. – ¿Cómo tú?... ¿a tu
edad?–Por algo hemos de empezar...– ¡Pues señor!... es extraordinario...
sube...» Y el joven salió de la casa, poco después, con el libreto de una ópera
cómica titulada El Diablo cojuelo, que había escrito el mismo Curtz.
Este era hombre de exquisito gusto, y muy exigente. Ocurrió que mientras su
colaborador componía la partitura, hubo de atascarse en un pasaje en que
figuraba una tempestad, y el empresario forcejeaba en vano por explicarle cómo
debía el músico representar una cosa que después de todo, ni el uno ni el otro
conocían más que por ajenas descripciones. El pobre Haydn, obligado a
imaginarse lo que no había oído nunca en la realidad, andaba a porrazos con el
clave para satisfacer al exigente director, hasta que impaciente, y recorriendo
rápidamente las teclas fuera de sí, hubo de exclamar: –«¡Vaya al diablo la
tempestad!–Ya está; eso es–gritó Curtz de repente, corriendo a abrazarle.»
Estos casuales hallazgos no son desconocidos en la historia del arte. Sabida es
la de aquel pintor que, desesperado de no acertar con el medio de pintar los
espumarajos de la boca de un caballo, arrojó el pincel contra el lienzo y
produjo así el efecto deseado que inútilmente había buscado.
Haydn recibió treinta florines por su Diablo cojuelo, obra
escrita en pocos días y que tuvo brillante éxito. El número de sus
composiciones fue luego aumentando con algunos conciertos, sonatas, piececillas
para cuatro, cinco o seis instrumentos; pero aun tardo algunos años antes de
alcanzar una posición digna de su talento musical. Por los últimos días del año
1758, cuando contaba veintisiete años, fue nombrado segundo maestro de capilla
del conde Mortzin, y a principios de 1759 hizo ejecutar su primera sinfonía en re.
A este concierto asistía el viejo príncipe Antonio Esterhazy, gran
aficionado a la música, y le vinieron deseos de atraer a su servicio al autor,
mediante el consentimiento expreso de Mortzin. Pero por desgracia, Haydn estaba
indispuesto aquel día y como el príncipe no pudo verle, seguramente le hubiera
olvidado, si el director de su orquesta Friedberg no hubiese ejecutado más tarde
una nueva sinfonía del maestro en Einsenstadt, residencia de la familia
Esterhazy. Friedberg le admiraba y le había pedido una obra para la fiesta del
natalicio del noble húngaro. Apenas empezó la sinfonía, que es la quinta en do,
el príncipe, arrebatado de entusiasmo, pidió el nombre del autor. Friedberg,
que dirigía la orquesta, se apresuró a presentar a Haydn. «– ¡Cómo!... ¿este moro
es el autor? (aludiendo a su atezado rostro)... desde ahora formaras parte de
mi servicio, ¿cómo te llamas–José Haydn.–Yo recuerdo ese nombre...tú eres ya de
la casa... ¿por qué no te habías presentado todavía?... Vete, añadió sin
aguardar la respuesta del músico, desconcertado y mudo de estupor; ve a
vestirte de maestro de capilla... no quiero verte más así tan pequeñuelo, y con
esa facha de pobre; metete una casaca nueva, una peluca de bucles, un
alzacuello, y los zapatos con tacones rojos... que sean altos, sobre todo...
quiero que tu estatura corresponda a tu mérito». Este pasaje es característico;
revela con que desenfado trataban los Mecenas de allende el Rhin á los artistas
que más estimaban. Por otra parte, aunque realmente el cargo de maestro de
capilla del altivo magnate colocaba a su protegido en la situación de un
criado, le aliviaba de los cuidados materiales y le concedía la libertad del
genio. El orgullo de la aristocracia austriaca además, se compadecía con cierta
bondad real; conviene al juzgarla y en bien del arte, dar de lado a nuestras
prevenciones democráticas y a la moderna altivez, que se rebela contra toda
jerarquía. Justo es, por lo tanto, saludar con respeto y gratitud a útiles y
generosos protectores de la música, como fueron los Lichnowsky, los Lobkowitz,
los Esterhazy.
De 1760 a 1791, Haydn vivió en Eisenstadt. Muerto el
príncipe Esterhazy en 1791, pasó al servicio de su heredero Nicolas, que fué
siempre gran admirador y protector suyo. Como éste gustaba mucho del baryton,
especie de violonchelo, escribió el maestro más de ciento cincuenta
fragmentos en los cuales dicho instrumento hacía el principal papel. Buena
parte de estas composiciones perecieron en un incendio; el resto se guarda en
los archivos de la familia Esterhazy, según nos dice Fetis, que obtuvo una
noticia de labios de un príncipe de aquella casa.
Sorprende hallar tan escaso número de acontecimientos en la
vida de Haydn. La atormentada y azarosa existencia de los artistas
contemporáneos no ofrece parecido alguno con aquel sereno reposo saboreado en
las alturas de la inteligencia, con la placida y tranquila suerte del hombre
consagrado exclusivamente al culto de la belleza. En el espacio de treinta
años, Haydn compartió uniformemente todos sus días entre la composición de sus
obras y la dirección de su orquesta. La caza fué la única distracción que se permitió alguna
vez que otra. Una sola nube empañó durante algún tiempo su existencia feliz.
Haydn era casado. Fiel a imprudentes promesas del tiempo de su adversidad, se
había enlazado con una hija de su antiguo protector, el peluquero Keller; pero
el carácter poco amable de Ana Keller le hizo desgraciado. Algunos biógrafos
pretenden que esta mujer era en extremo devota y quisquillosa, y que como
Haydn, a pesar de ser también muy piadoso, no perdió nunca su jovialidad,
mientras su mujer se hacía intratable y arisca, esta incompatibilidad de caracteres
acabó por traer la separación. A pesar de esto, al divorciarse de Ana, el
compositor trató de asegurar su suerte, y aunque obligado a restablecer la paz
de su hogar, no olvido en su exquisita delicadeza cuánto convenía al decoro de
la que había llevado su nombre. En cuanto a las relaciones que le suponen con
Mille. Bonelli, joven y encantadora cantatriz, también al servicio del
príncipe, nada autoriza a creer, en nuestro concepto, que traspasaran los límites
del decoro. ¿Hemos de ver siempre amores ilícitos en el trato de una mujer
bella y de talento?
Menos deseoso de gloria que de perfección, Haydn estaba aún
ignorante de su fama cuando ésta llenaba Europa entera. En Francia se
publicaron sus obras en 1764. Boccherini había fijado la atención pública sobre
sus propias composiciones instrumentales y dispuesto los oídos de un reducido
círculo de aficionados a este género de música. El talento hubo de ceder el
lugar del genio; los ochenta cuartetos de Haydn forman un siglo há, la
base indispensable y sustancial de todo repertorio de música di camera. No
quiere decir esto, sin embargo, que no se noten visibles diferencias en el
estilo del maestro. Lejos están de parecerse los pequeños cuartetos en que
domina cierto candor hechicero y casi infantil, y el quinto en fa menor
de la obra 20, que Gluck oyó en Viena en 1776. A partir de esta época la
inspiración raya en lo sublime, sobre todo en los adagios y en su maravilloso
desenvolvimiento. Ningún autor, ni Haendel, ni Mozart, ni Bach, ha tratado la
fuga con tanta facilidad y gracia como Haydn en algunos pasajes de sus grandes cuartetos.
A petición de la sociedad que dirigía en Paris los
conciertos de la Loge olimpique, compuso las seis sinfonías que llevan
el nombre del lugar en que fueron ejecutadas.
Las Siete palabras, una de sus obras predilectas,
fueron escritas en ocasión de un concurso abierto por un canónigo de Cádiz, con
objeto de premiar a quien remitiese siete grandes sinfonías, sobre las siete
palabras del Redentor en la Cruz. Estas composiciones debían ser ejecutadas el
jueves santo: sólo Haydn se ajustó a las condiciones del programa con su obra
maestra.
En otra ocasión, un aficionado francés le pidió un
fragmento de música vocal, no sin tomar la precaución de remitirle a título de
modelo algunos fragmentos de Lully y Rameau. Sorprendido de esta singular
comisión, acogióla el maestro como merecía, esto es, devolviendo al expedidor
los pretendidos modelos y contestándole con picante cortesía que «él era Haydn
y no Lully ni Rameau; que si quería música de estos grandes compositores, no
había como pedírsela a ellos o a sus discípulos, pues el, por su desgracia, no
podía componer sino música de Haydn.»
En su residencia de Eisenstadt, recibía con frecuencia
cartas de empresarios de Nápoles, Lisboa, Venecia, Milán, Londres,
etc.,invitándole a componer para ellos; pero era en vano tratar con un hombre
sin ambición, desinteresado, feliz con vivir y sentirse vivir al lado de sus
amados huéspedes. La muerte del príncipe Nicolás, la de su amiga Mille. Bonelli
le decidieron, sin embargo, a prestar oídos a las proposiciones del violinista
Salomón, empresario de conciertos de Hannover-square en Londres. Según éstas,
debía dar veinte conciertos por año, a razón de cincuenta libras esterlinas
cada uno, reservándose la propiedad de sus obras. Aceptó tan ventajosos tratos
y llegó a Londres en 1791, cuando contaba cincuenta y nueve años. Los ingleses
le acogieron con gran entusiasmo, y el por su parte correspondió a éstos
escribiendo seis grandes sinfonías, varias sonatas al piano y otra multitud de
piezas. En 1793 volvió a la hospitalaria capital; y fueron oídas con éxito aun
mayor las seis últimas sinfonías. La universidad de Oxford le envió el diploma
de doctor en el arte musical, distinción que el mismo Haendel no había podido
obtener. Este título nos da la interpretación de la inscripción grabada al píe
de un retrato del maestro:
MUS D. OXON 1792
Mientras Inglaterra le
festejaba en esta forma, el príncipe de Gales quiso que Reynolds (5) pintara su retrato, el rey Jorge
III le recibió del modo más lisonjero y los almacenistas de música se
disputaban sus menores producciones. Gallini, empresario del teatro de
Hay-Market, contrató con él la composición de una ópera titulada Orfeo; pero,
durante estas gestiones, sobrevino un litigio acerca del privilegio del
espectáculo, y como Haydn no tuvo paciencia para aguardar la solución, salió de
Londres, llevándose once fragmentos de la partitura que siguió inconclusa. A su
vuelta a Alemania, dio algunos conciertos, en muchas ciudades y llegó a
Eisenstadt a fines de 1794.
La nombradía que
adquirió entre los extranjeros contribuyo mucho a fortificar la admiración y estima de sus compatriotas.
Traía, además, de sus viajes un incontestable argumento, bastante a imponer
silencio a sus detractores: quince mil florines ganados en Londres. Esta suma,
con lo que le producían algunos conciertos, le aseguro una posición desahogada e
independiente. Tenía entonces sesenta y dos años, y sentía necesidad de reposo.
Así fue que pidió su jubilación al príncipe Esterhazy, quien se la acordó de
buen grado, señalándole una pensión. Compro entonces una casa con jardín en el
arrabal de Gumpendort y allí vivió retirado hasta su muerte.
A partir de esta época
sus obras tienen un carácter más severo y elevado, y señalan un paso más, no
hacia la perfección, sino hacia las altas regiones del arte, donde le es
permitida a la inteligencia la belleza increada. ¡Intuición! ¡Contemplación! ¡Fin
supremo del arte! ¡Cuán pocos han sido llamados a hollar sus cumbres! Haydn fue
de los privilegiados.
No era ya maestro de
capilla; pero el compositor, llegado a sesenta y tres años, se mostraba más
poderosamente inspirado que nunca. Entonces fue cuando escribió sus dos obras
inmortales: La Creación y las Estaciones. Su amigo el barón Van
Swieten, director de la Biblioteca imperial, le persuadió a ejercitarse en el
género descriptivo, y le procuro el libreto de un oratorio o cantata, cuyo
asunto era la Creación del mundo. El maestro puso manos a la obra en
1795, y empleo dos años en escribir esta composición de un género enteramente
nuevo. El mismo decía que quería componerla despacio, para hacerla durable.
Concluida en 1798, la Creación fue estrenada en el palacio del príncipe
Schwartzemberg, ante una concurrencia distinguida de bellas mujeres y hombres
ilustres. El autor dirigió en persona la orquesta, compuesta de los mejores
músicos. El éxito fue inmenso, en cuantos sitios se ejecutó la obra. Nadie
ignora que Steibelt la dio a conocer a los franceses, en la Opera de Paris.
Desgraciadamente la noche de su estreno, el primer cónsul al dirigirse al
teatro estuvo a punto de ser víctima del atentado del 3nivoso (24 Enero 1801) y
no se puede culpar al maestro de la frialdad con que fue recibida la obra.
Aunque asuntos más graves traían preocupados a los franceses, los artistas le
dieron un testimonio de admiración regalándole una medalla de oro.
Siguieron a la Creación
las Cuatro Estaciones, cuyo asunto sacó el barón Van Swieten del
poema de Thompson. El autor debía describir, por medio de sonidos, una serie de
cuadros, la primavera, el estío, el otoño y el invierno. Terminada a fines de
1800, esta composición se ejecutó en los salones del príncipe de Schwartzemberg,
el 24 de Abril y el 1ro de Mayo de 1801. Tanto se ha discutido sobre la música
descriptiva, de la cual dio Haydn el modelo con estas dos grandes obras de sus
últimos días, que nos vemos obligados a decir algo de ella.
Existen en el arte
musical algunos procedimientos de imitación que así pueden usarse con tino,
como sin él. Las sucesiones cromáticas, las disonancias, las más o menos
felices combinaciones del ritmo pueden producir una cacofonía detestable o una
sinfonía sublime. El éxito depende del uso de tales elementos y su acertada e
inteligente aplicación al asunto que se trata. Nos parece, pues, confusa, por
no decir contradictoria la teoría de Cousin, expuesta por otra parte bellamente
(Cousin: Du Vrai, du Beau, du Bien.). «No conviene perder de vista,
dice, el objeto principal de la música, y empeñarse en pedirle lo que no puede
dar. Supongamos que el más sabio compositor ha de describirnos una tempestad.
Nada tan fácil como imitar los silbidos del viento, y el ruido del trueno. Pero
¿qué combinaciones de armonía lograrán que relimben a nuestros ojos los rayos
rasgando las nubes o que veamos la agitación de las olas, ora elevándose como
montañas, ora hundiéndose como precipitadas en abismos sin fondo? Si nadie
explica antes al oyente el asunto, a buen seguro que éste no lo sospechará y
apuesto a que no distingue una tempestad de una batalla. A despecho de la
ciencia y el genio, los sonidos no pueden darnos las formas de los objetos. De
aquí que la música bien dirigida se guardará de luchar con lo imposible, ni de
pintar el movimiento de las olas u otros fenómenos parecidos; algo mejor le
queda que hacer: infundir en nuestro ánimo los afectos que se suceden en él
durante una tormenta. Así Haydn en la obra La Tempestad, rivalizará con
el pintor, hasta vencerle, porque le fue dado a la música agitar y conmover más
profundamente el alma que la pintura.» Si Cousin ha querido decir que el arte
musical no debía rebajarse a ser un arte de imitación, tiene razón que le
sobra; pero vemos que más abajo se entusiasma con los efectos de la tormenta,
la lluvia y el trueno, que no confunde por lo visto con una batalla. Y, en
efecto, a principios de éste siglo tuvimos muy buenos compositores de batallas.
El mismo Dussek no se desdeñó de escribir una en la cual los toques de corneta,
las marchas guerreras, el galope de los caballos, el choque de las armas, el
estampido del cañón, los ayes de los combatientes, los gritos de victoria, todo
parecía tan distintamente, que no era posible confundirlo con una tempestad. Las
batallas de Praga, Marengo,y Austerlitz fueron compuestas sobre el mismo
teclado; buenas cuerdas de piano rompió alguna señorita harto belicosa con
estas composiciones. Reconocemos desde luego que, en general, estas obras de
imitación suelen ser bastante medianas, exceptuando La Tempestad de
Steibelt, lindamente compuesta, y algunas magnificas páginas de nuestros
maestros descriptivos Haydn, Weber y Meldenssohn. Cuando un hombre de genio
quiere imitar la naturaleza, no se contenta con reproducir servilmente
impresiones materiales, sino que infunde en ella algo de su propia alma, algo
de lo que siente y pretende comunicar a los demás. Cuando Rossini ha querido
pintar una escena de la naturaleza alpina, ¿qué cuadro la mostró con el vigor,
la elevación y el interés de la sinfonía de Guillermo Tell?
Las últimas obras de
Haydn fueron dos cuartetos que aparecieron en 1802. Otro tenia empezado; pero
no se ha publicado de él sino un fragmento seguido de un minué; no pudo
continuarlo a causa de la decadencia de su salud. Agobiado por los años y los
achaques, se había retirado completamente de todo trato, cuando la admiración
del público vienes fue a sacarle de su retiro, en triunfo. En el palacio del
príncipe Lobkowitz, y con el concurso de ciento sesenta músicos, se ejecutó con
asistencia de su autor la gran sinfonía
la Creación. La sala contenía más de mil quinientas personas,
escogidas entre los más ilustres en artes, en política, en belleza. Grande fué
la emoción del ilustre senado, cuando vio comparecer al viejo maestro, llevado
en un sillón. Recíbenlo á són de trompetas; la princesa Estehazy y Madame de
Kurbeck vuelan a saludar a su venerable amigo; Salieri, el director de
orquesta, acude a estrecharle la mano enternecido, y él se incorpora para
abrazarle. De pronto, suenan los primeros compases y el auditorio se dispone a
oír con recogimiento profundo, rindiendo así al compositor más profundo
homenaje.
No cabe olvidar un
rasgo conmovedor de esta memorable solemnidad. El médico Caellini, hombre de
mérito, que se hallaba al lado de Haydn, hubo de advertir que éste no tenía las
piernas bastante abrigadas. Apenas lo hubo observado, acuden las señoras con
sus bellos chales y ricas cachemiras a cubrir y calentar los pies del anciano.
Nunca se mostró con más delicadas y lisonjeras atenciones la adhesión y la
veneración que inspiraba aquel genio.
Esta solemnidad fué el coronamiento de la labor de toda su vida. Harto débil ya
para soportar tan vivas emociones, el autor de la Creación se sintió
desfallecer, y tuvieron que retirarle en su sillón. Pero antes de la salida de
la sala, detuvo a los que lo sostenían y saludó al público en señal de gracias;
luego volviéndose hacia la orquesta, alzó las manos y con los ojos cuajados de lágrimas
pareció atraer las bendiciones del cielo sobre los intérpretes de su obra
predilecta.
La pena que causó a su
alma patriótica la guerra de 1809 vino a amargar los últimos días de Haydn.
Desde que se rompieron las hostilidades entre Francia y Austria, pedía a cada
momento noticias de la guerra, se arrastraba hasta su piano y con voz
desfallecida se ponía a cantar el himno nacional: Gott erhalte Franz den
Kaiser. (Dios salve al emperador Francisco.) El 1º de Mayo, el enemigo
llegó hasta cosa de una media legua del jardín de Haydn; éste, sin sentir espanto
alguno por los obuses que estallaban casi a sus pies, tranquilizaba a sus
criados diciéndoles: –« ¿Por qué ese terror?... Nada malo pude ocurrir donde
esta Haydn.» Pero el vigor del alma no detiene los estragos de la edad, cuando
ha sonado la hora de la partida. El 26 de mayo cantaba el viejo músico por última
vez su: «Dios salve al emperador.» Cinco días después, había muerto. Falleció
el 31 de mayo de 1809, a la edad de setenta y siete años y dos meses, y fue
enterrado en el cementerio de Gumpendorff. Algunas semanas después los artistas
vieneses ejecutaron en honor suyo, en la iglesia de los escoceses el «Requiem»
de Mozart, y Cherubini tocó en el Conservatorio de Paris un «Canto fúnebre
sobre la muerte de Haydn».
Tiempo hacía, como
hemos dicho antes, que Haydn se sentía desfallecer y había cesado de componer
nada, retirado en su jardín. Mas, por vía de recuerdo, solía enviar a sus
amigos una tarjeta con alguna frase musical de cuatro compases sobre esta
letra: «Mis fuerzas me han abandonado; me siento débil, soy viejo». Reprodujo
esta frase al final de su último cuarteto en la menor que dejo sin
acabar por orden del médico. Era una frase de adiós. Algunos se han ingeniado
en buscar el sentido de este enigma y han querido ver en los cuatros compases un canon propuesto por Haydn. Mejor hubieran
hecho en leer las obras del maestro. La misma frase en la mayor da
comienzo a un delicioso cuarteto vocal, publicado en Leipsick y con el cual se
compuso más tarde un motete religioso sobre la letra del Ave Maria.
El artista no dejó
heredero directo. Su pequeña fortuna paso a un pariente suyo, exceptuando 12
mil florines que legó a dos antiguos criados. Adquirió sus manuscritos el
príncipe Esterhazy. Lichtenstem compró por su parte, por 1400 florines, un loro
que decían había aprendido música y lenguas con el trato de cuarenta años con
el ilustre compositor. Nadie sabe qué se hizo el reloj que le había regalado el
célebre almirante Nelson.
Haydn tuvo un hermano,
llamado Miguel, también músico y compositor de mérito, el cual, como satélite
de segunda magnitud, formó parte de la constelación cuyo centro era José. Como
éste, Miguel era laborioso y apasionado por su arte, y sus composiciones
religiosas son muy estimables. Pasó su vida componiendo; pero consagrado a la
reputación de su hermano, no consintió en que se publicaran sus obras mientras
vivió. Aunque tenía cinco años menos que Haydn, murió tres años antes que este.
El número de las
composiciones de Haydn se eleva hasta ochocientas, que se dividen en cantatas,
sinfonías, oratorios, misas, conciertos, tríos, cuartetos, sonatas, minués,
etc. Figuran también en la cuenta veintidós óperas, ocho alemanas y catorce
italianas, en su mayoría escritas para el teatro particular de Eisenstadt.
Embarazado por las
exigencias de la escena, el gran sinfonista es sólo estimable en la melopea
dramática.
A su piedad sincera se
debió que, en los últimos años de su vida, celebrara en su gran obra las
maravillas de la creación, y por análoga inspiración tenía la costumbre de
escribir al frente de sus partituras In nomine Domini o Soli Deo gloria
y al final: Laus Deo. Diremos a este propósito cómo ha expresado una
escritora sueca, mujer muy piadosa y de gran talento, el origen y el fin de las
artes, un libro poco conocido (Mad. Gjertz.– La música, desde el punto de
vista moral y religioso.):
«Toda expresión de
belleza es un acto de amor que, a este título, solo a Dios debemos. Mientras
nada amamos, creemos hacer bastante cumpliendo con nuestros deberes, si es
posible cumplirlos sin amar a Dios; mas, apenas enardece nuestro corazón el
amor, nos sentimos inclinados a realizar mil delicadezas que salen del dominio
de lo útil para construir lo bello. Toda forma de belleza es,
pues una forma de amor. El mismo Dios nos da un ejemplo de ello en la creación;
un campo de trigo u hortaliza no nos recuerda el amor divino, como una flor,
esta graciosa y encantadora chuchería inútil, lo que realmente es, manifestación
del amor de Dios. Las bellas artes, nacidas de esta necesidad del corazón, de
embellecer, es decir, amar, son como flores espirituales que no deben ofrecerse
sino a Aquel que quiso amarnos más que nadie; toda obra de arte debe ser
dedicada a Dios.»
Tal es la explicación
que puede darse a la dedicatoria casi siempre usada por Haydn y por muchos
otros compositores, incluso Cherubini.
La fe del maestro era
sincera, repetimos, candorosa, profunda. Muchas veces ante los obstáculos de la
composición cuya osadía hacía sus obras casi inextricables, Haydn tomaba el
rosario y rezaba: –«Siempre acudí a este medio, con éxito–decía.» No obstante,
aunque escribió admirables misas y motetes de angélica suavidad, su música
religiosa carece de aquella cristiana melancolía, de aquella compunción y
adoración suplicante que se halla en Mozart. Su Stabat Mater es rico de
armoniosas combinaciones, pero no está impregnado de lágrimas como el de
Pergolese. En cuanto al Réquiem, Haydn ni siquiera lo intentó, e hizo
bien. Su confianza en la bondad y la misericordia divinas era tal, que lo
hubiera compuesto in tempo allegro, como él mismo decía.
Al recuerdo de este
gran sinfonista ve unido el de un gran pintor, por la admiración que el autor
de la Creación inspiraba al autor de la Apoteosis de Homero.(6) Ingres no se
contentaba con ser pintor, quería que le tuvieran también por un buen músico.
Pero sea cual fuere su talento de aficionado, fue un verdadero apasionado por
Haydn; la misma víspera del día que contrajo la breve enfermedad de que murió,
había hecho ejecutar un cuarteto del gran vienés por hábiles artistas.
Beethoven, Mozart, y Cherubini se compartían este entusiasmo del ilustre
pintor. Fuera de ellos, lo demás le parecían bárbaras disonancias y se tapaba
los oídos. Hay sin duda algo de exagerado en este prejuicio y en estas
precauciones contra el arte moderno, pero semejante rigidez é inflexibilidad de
principios nos parecen bien en un hombre que, con justos títulos por su
voluntad y la autoridad de sus obras,
asume la responsabilidad de una dirección y de una escuela de buen gusto.
Ingres no olvidaba nunca este alto encargo. Cuando salió para Roma reunió a sus
discípulos y les dirigió estas enérgicas palabras: «Han dicho, señores, que mi
taller parece un iglesia; pues bien, sea; sea una iglesia, un santuario
consagrado al culto de la belleza y el bien, y que todos los que entran en él y
de él salen, unidos o dispersos, que todos mis discípulos, en una palabra, sean
siempre y en todas partes propagadores de la verdad.»
Tengamos músicos
dotados de tal firmeza de carácter y convicciones, y nuestro arte en vez de ser
cómplice de los peores instintos del bruto, servirá la causa de las ideas
elevadas y generosas y reivindicará su puesto en la obra de la verdadera
civilización.
Al mismo Ingres dedicó
M. Lauzay su interesante e ingenioso análisis de los cuartetos de Haydn. Con la
autoridad de un artista de la buena escuela, familiarizado con las obras del
maestro, habla de su precisión y el encanto de sus proporciones que procuran al
oyente el bienestar el reposo del ánimo, fruto de la contemplación de la
belleza, que nadie hizo sentir como él.
«Hemos señalado la
relación que existe entre muchos adagios de Haydn y la gran música de Gluck,
henchida de lo que podría llamarse la calma antigua, pero en Haydn
expresaría mejor la misma idea de esta otra frase: serenidad cristiana. Por
que donde quiera se percibe en sus obras la fuente en que iba a beber la
inspiración cuando ésta le abandonaba. Allí encontró aquella música en que se
funden en igual proporción el suaviter y el fortiter, la dulzura
y la fuerza, música sana, podríamos decir, música que parece encerrar un buen
consejo al propio tiempo que un noble y grato placer y a cuyo autor podrían
dirigirse aquellas palabras de Beatriz al poeta de Mantua: Aquí estoy... frió
en tu honrado lenguaje, que honra a la par a ti y a los que lo oyen.»
Resumen sobre Haydn.
Considerado
como el padre de la sinfonía, Haydn nació en un pueblito de Austria, en 1732,
hijo de un fabricante de carretas, músico por afición, y de una cocinera. Su
padre, aunque sencillo y de pocos recursos, supo comprender la afición de su
hijo por la música. Siendo todavía un niño, gracias a su bella voz, ganó la
simpatía del director de la orquesta de San esteban de Viena, a donde se
trasladó para participar en el coro infantil de la catedral; allí vivió el
resto de su infancia en medio de una severa disciplina. Naturalmente al cumplir
15 ó 16 años, su voz perdió su encanto infantil y fue despedido sin
miramientos. Empezó entonces una lucha heroica y silenciosa por sobrevivir y
dedicarse a su gran pasión: la música.
Solo,
sin el apoyo de nadie, logro salir adelante, tocando el violín en algún baile,
copiando música, dando clases aquí y allá, con la ilusión de poder estudiar y
dedicarse a la música. Finalmente obtuvo el puesto de director de orquesta en
el castillo del conde Morzin. Allí escribió su primera sinfonía, y cuando
perdió su puesto, el príncipe Esterhazy lo contrato como director de orquesta,
en esa corte vivirá durante casi todo el resto de su vida.
Durante
los años que vivió en la corte del príncipe Esterhazy, Haydn compuso ochenta
sinfonías, veinte conciertos para piano, nueve para violín, oberturas y
cuartetos de cuerda y otras obras. Cuando el príncipe Esterhazy murió, su
sucesor disolvió la orquesta, pero siguió pagando su sueldo. Para entonces
gozaba ya de inmenso prestigio. La corte imperial y el público lo honraban; en
Londres, la Universidad de Oxoford le otorgó un doctorado “honoris causa”, lo
que Haydn agradeció con un ciclo de sinfonías.
Después
de un segundo viaje a Inglaterra, Haydn escribió sus oratorios “Las
Estaciones” y “La Creación”, probablemente sus mejores obras.
Finalmente y después de ser tan celebrado en los últimos años de su vida, Haydn
murió el 31 de mayo de 1809.
Haydn
poseyó el genio de la orquesta. Sus sinfonías se caracterizan por su
construcción cuidadosa (exposición, desarrollo, y reexposición), así como por
su equilibrio, frescura y corrección. Aunque vienés, Haydn supo asimilar las
tradiciones alemanas, francesas e italianas. Manifestó en cierta ocasión la
influencia que había tenido sobre él la música de Felipe Emmanuel Bach, segundo
hijo de Juan Sebastian, quien fue el primero que elaboró el principio temático
del desarrollo, característica de la forma sonata que vimos en capítulos
anteriores.
Naturalmente,
las primeras obras de Haydn no muestran un estilo propio y definido, sino más
bien son el resultado de inquietudes estéticas y espirituales. Sin embargo, su
estilo fue adquiriendo integridad, lo que se manifestó en una elaboración muy
meticulosa y en la espontaneidad de su
inspiración melódica, alimentada por sustancias populares. No olvidemos el
humilde origen de Haydn, cuya infancia se vio alimentada por frescas melodías
campesinas; por eso gran parte de su inspiración melódica, tiene fuentes
populares.
La transformación o
inestabilidad creadora de sus primeras obras importantes, como sus cuartetos,
se manifiesta en una especie de vaivén, donde influidos por la tendencia de las
serenatas vienesas, de un estilo agradable y ligero, se vio impulsado a
escribir música donde se subrayaba notablemente una voz principal –por medio de
melodías amables en la voz superior–, contrastada con cierto “desinterés” en el
tratamiento de las voces restantes.
Antes de encontrar su
estilo, cayó en el otro extremo, al escribir una serie de cuartetos de estilo
contrapuntístico en los que aparecen fugas dobles, triples y hasta cuádruples.
Su verdadero estilo se basó, como dijimos anteriormente, en el desarrollo de
los temas o motivos, que se convirtió en piedra angular de este nuevo estilo
“clásico”. El lenguaje de Haydn es sumamente natural, resolviendo en forma
sabia el conflicto entre la música esencialmente homofónica y la polifónica ya
que confiere a cada una de las voces instrumentales, el derecho para exponer y
elaborar eventualmente un tema.
Entre la gran cantidad
de sus obras, como divertimentos, canciones, dúos, conciertos y sonatas,
destacan 77 cuartetos y 125 sinfonías.
Después de Gluck y
Haydn, aparece uno de los máximos exponentes del periodo clásico: Wolfgang
Amadeus Mozart.
NOTAS
1.
zaquizamí.
(Del ár. hisp. sáqf fassamí, techo frágil,
literalmente, 'techo en el cielo'). m. Desván, sobrado o último cuarto de la casa, comúnmente a teja
vana. || 2. Casilla o cuarto pequeño,
desacomodado y poco limpio.
2.
bienquisto, ta. (Del part. irreg. de bienquerer;
de bien y quisto). adj. De buena fama y
generalmente estimado.
3.
Pietro Metastasio (1698-1782)
Poeta italiano,
considerado el autor de libretos de ópera más importante del siglo XVIII.
Nacido en Roma, su nombre original era Pietro Antonio Domenico Bonaventura
Trapassi. Ayudado económicamente por un rico mecenas, estudió derecho y
humanidades y, más tarde, música con el compositor operístico Nicola Porpora.
Su primer libreto, Dido abandonada (1724), le procuró una gran fama en
toda Italia, que posteriormente se extendió por el resto de Europa, como
demuestra el hecho de que en 1730 fue llamado a Viena como poeta de la corte.
Sus veintisiete libretos fueron llevados a escena en más de 800 ocasiones
(solamente a Artaserse se le ha puesto música unas cuarenta veces, a
otros hasta setenta) por compositores de la talla del austriaco Wolfgang
Amadeus Mozart, los alemanes Christoph Willibald Gluck, Johann Christian Bach y
Georg Friedrich Händel, y los italianos Giovanni Battista Pergolesi, Tommaso
Traëtta, y Niccolò Jommelli. En los libretos de Metastasio se pueden encontrar
muy a menudo sus ideales aristocráticos, así como un continuo conflicto entre
la razón y los sentimientos, situados siempre en contextos clásicos, lo cual
les hizo muy aptos como argumentos para la ópera seria del siglo XVIII.
Entre sus obras más importantes se encuentran Artaserse (1730), Alessandro
nell'Indie (1731) y La clemenza di Tito (1734). Su estilo resulta
admirable por su musicalidad y la precisión del lenguaje. Sin embargo, desde la
década de 1760 en adelante, las reformas que Gluck introdujo en la ópera,
tendentes a utilizar situaciones y argumentos más contemporáneos, personajes
más naturalistas y un ritmo menos artificial, hicieron que los libretos de
Metastasio, que resultaban muy adecuados para el estilo que predominaba
anteriormente, fueran quedando gradualmente anticuados.
4. Nicola Pórpora
(1686-1768)
Compositor y maestro de canto
italiano nacido en Nápoles. Un año menor que Haendel y Bach, fue profesor del
Conservatorio de Sant Onofrio (1715-1721) y maestro de capilla del príncipe de
Hesse-Darmstadt (1711-1725). En 1726 se estableció en Venecia, donde ejerció de
profesor de las estudiantes del Hospédale degli Incurabili, trasladándose más
tarde a Londres, donde fue nombrado en 1733 compositor líder de la Opera of the
Nobility, compitiendo en celebridad con Haendel. En 1752 se trasladó a Viena,
realizando clases de canto a distintas alumnas y teniendo como asistente a
Josef Haydn. Escribió 50 óperas, entre ellas Agripina (1708), Flavio Anicio
Olibrio (1711), Basilio rey de Oriente (1713), Arianna e Teseo (1714),
Temistocle (1718), Berenice reina de Egipto (1718), junto a Domenico Scarlatti;
Faramondo (1719), Eumene (1721), Semíramis reconocida (1729), Arianna in Nasso
(1733), Ifigenia en Aulide (1735), Filandro (1747) y Il Trionfo di Camilla
(1760), su última ópera; 12 cantatas entre las que destaca, Or che una nube
ingrata (1735); las serenatas Angelica en Nápoles (1720), Gli orti esperidi
(1721) y La Fiesta de Imeneo (1736); oratorios, David y Betsabé (1734) y música
de cámara. Maestro de canto de los castrati Caffarelli, Senesino y Farinelli,
fue precisamente una obra de Porpora titulada Eumene, con la cual Farinelli
hizo su debut en Roma con sólo 16 años de edad. Los últimos años de su vida los
pasó sumido en la pobreza.
5.
Reynolds, Sir Joshua
16 jul. 1723,
Plympton, Devon, Inglaterra–23 feb. 1792, Londres). Pintor de retratos
británico. Hijo de un maestro clérigo, fue aprendiz
de un retratista londinense en 1740. Su gran retrato colectivo La familia
Eliot (c. 1746) revela la influencia de Anthony
Van Dyck. Las impresiones que captó durante dos años de
permanencia en Italia (1750–52), particularmente en Venecia, inspiraron su
pintura por el resto de su vida. En 1753 instaló un taller de retratos en
Londres con el que logró un éxito inmediato. Sus primeras pinturas londinenses
introdujeron una nueva vitalidad al arte inglés del retrato. Después de 1760,
con la creciente moda por la antigüedad grecorromana, su estilo se tornó cada
vez más clásico y recatado. Fue elegido primer presidente de la Royal Academy
en 1768. Por medio de su arte y enseñanza, Reynolds alejó la pintura
británica de las pinturas anecdóticas de principios del s. XVIII y la acercó a
la retórica formal de la pintura académica continental. Sus Discursos
pronunciados en la Royal Academy (1769–90), en que abogaba por la rigurosa
formación académica y el estudio de los antiguos maestros, se considera una de
las críticas de arte más importantes de la época.
6. Apoteosis
de Homero
Apoteosis
de Homero Autor: J.
Auguste Dominique Ingres Fecha:
1827 Museo
Nacional del Louvre Características:
386 x 515 cm. Material: Óleo
sobre lienzo Estilo: Neoclasicismo
Francés
Una de las obras más impactantes de Ingres es
la Apoteosis de Homero, en la que aparecen nada menos que 45 personajes
alrededor del mítico poeta heleno. La escena se desarrolla en las gradas de un
templo clásico presidiendo el conjunto Homero, cubierto con una túnica blanca y
portando en su mano izquierda una vara. La Victoria alada - inspirada en Rafael - le
corona y sentadas a sus pies encontramos las figuras que representan a la
"Ilíada" - izquierda - y a la "Odisea". Junto a la
"Iliada" destaca una figura con manto azul que sujeta de la mano a
otro personaje: son Apeles y Rafael, demostrando así Ingres sus principales
raíces artísticas. En la zona de la derecha encontramos a Fidias quien ofrece a
Homero sus útiles de escultor y tras él se aprecia la cabeza de Miguel
Ángel. Poussin y Molière
- derecha - miran hacia el espectador y nos introducen en el conjunto. La
escena no deja de ser bastante rígida, como la mayor parte de imágenes de este
tipo. Sin embargo, el colorido que aplica Ingres en los trajes anima la
composición. Para realizar esta obra precisó de colaboradores, contando con los
pintores Armand Cambon y Prosper Debia, incluso con un arqueólogo. Ingres
realizó más de 300 dibujos para ejecutar este excepcional conjunto.
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